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Cómo puede afectar la tecnología a nuestro cerebro

Actualizado: 20 jun 2021



La revolución tecnológica ha invadido nuestras vidas de una forma inimaginable en solo unos pocos años. Sus características de ubicuidad e inmediatez impactan y modifican los paradigmas de funcionamiento cerebral, desarrollados y seleccionados durante milenios de evolución. Uno de los cambios más llamativo es la delegación de funciones.


Muchas de las actividades que antes hacíamos de cabeza, ahora las gestiona nuestro teléfono. Incluso lo llamamos “smartphone” o teléfono inteligente, aunque en realidad su aptitud tiene más que ver con la memoria que con la inteligencia propiamente dicha. Almacena y aporta una cantidad ingente de información, pero su capacidad de seleccionar, relacionar y extraer conclusiones a partir de ella es más bien deficiente. En cualquier caso, lo cierto es que sustituye (a veces complementa) a nuestro cerebro en una gran cantidad de funciones. Ya nadie memoriza los números de teléfono de sus familiares o amigos porque ni siquiera tiene que marcarlos para hablar con ellos.


Tampoco tenemos que recordar los cumpleaños o aniversarios de las personas que nos importan, porque el teléfono o la red social nos avisan para que les felicitemos. No hacemos el menor cálculo mental porque llevamos una calculadora en el bolsillo. Y no hace falta que nos fijemos o busquemos en un mapa como ir de aquí a allí, porque nos lleva el GPS. Una ayuda inestimable, pero que puede tener aspectos negativos. El cerebro “sabe” que su mantenimiento es caro. Proporcionalmente consume mucha más energía que cualquier otro órgano. Por eso anula lo que no usa, lo que le resulta inútil, e hipertrofia lo que es de mayor utilidad. De este modo, la tecnología es capaz de modelar nuestro cerebro.


Un estudio británico demostró que el volumen promedio de los lóbulos temporales, donde radica entre otras cosas nuestro sistema de orientación y memoria, de los taxistas de Londres, se había reducido significativamente desde que utilizaban el GPS. Una demostración objetiva de que lo que no se usa se atrofia y se puede acabar perdiendo. Por tanto, quizá merezca la pena no delegar completamente en los recursos tecnológicos y mantener, al menos en parte, estas funciones para no perderlas.


Paradójicamente, la misma tecnología que nos descarga de algunas tareas, mantiene a nuestro cerebro más ocupado que nunca. Recibimos un bombardeo continuo de noticias que nos informan de lo que está ocurriendo justo ahora en el último rincón del mundo o de lo que hace cada uno de nuestros amigos, que además contamos por decenas o incluso, por centenares. Esta ventana abierta constantemente al mundo supone también una modificación en la forma de funcionar del cerebro. Cualquier actividad se ve constantemente interrumpida por la entrada de un correo electrónico, de un mensaje de las redes sociales o de un aviso de los sistemas de noticias generales o profesionales a los que estamos suscritos. Además, estas entradas exigen atención y respuesta. Quien las genera sabe que las hemos recibido y espera que contestemos sin demora. De esta forma, nuestra atención se disgrega, saltando continuamente de una cuestión a otra, y disminuye nuestro rendimiento intelectual.


Por otro lado, la comunicación se banaliza y pierde contenido. Cuando trasmitir un mensaje exigía el esfuerzo de sentarse delante de un papel, ordenar las ideas y redactarlas solo se escribía lo que realmente se consideraba importante. Ahora, cualquier nimiedad, sobre todo si procede de un personaje famoso, puede ser motivo de un mensaje de difusión mundial. Como además debe ser corto, porque si no nadie lo acabará de leer, la argumentación es escueta. Muchas veces poco más que un titular. Incluso, ni siquiera es necesario hacer el esfuerzo de redactarlo. Basta con rebotar una cadena, sin molestarnos en pensar demasiado sobre su contenido o de verificarlo, y sin sentirnos ni siquiera mínimamente responsables de la honestidad de lo que trasmitimos.


En consecuencia, elaboramos poco y recibimos mucho. Eso nos provoca placer. A nuestro cerebro le atraen las novedades. Nos gusta adquirir cosas nuevas, solo porque son nuevas, o experimentar sensaciones que no habíamos sentido previamente. Cada llamada de atención, pitido, vibración, señal luminosa del móvil, es el aviso de una novedad. Y con cada una, se estimula el núcleo accumbens, la zona del cerebro relacionada con la recompensa y el placer. Es la misma zona que se activa con estímulos fisiológicos, como la recepción de una noticia agradable, una relación satisfactoria o un orgasmo, o con otro tipo de estímulos, como el consumo de ciertas drogas. Y el placer, sobre todo cuando se consigue fácilmente, es adictivo.


En un famoso experimento realizado en la universidad canadiense de McGill, un grupo de ratas a las que se les había implantado un electrodo en el núcleo accumbens, que se estimulaba cuando el animal presionaba un botón, se olvidaban de comer, dormir y desperdiciaban la oportunidad de mantener relaciones sexuales, quedándose enganchadas a presionar continuamente el botón hasta morir exhaustas, de hambre y sueño.

Nuestro cerebro es increíblemente plástico y moldeable.


A lo largo de la evolución ha perdido muchas capacidades, ahora mucho más desarrolladas en nuestros congéneres animales de otras especies, y ganado y desarrollado otras diferentes. El proceso evolutivo no se ha detenido. La capacidad de ganar y perder se mantiene. Deberíamos ser capaces de utilizar nuestra inteligencia para ganar lo más posible sin perder demasiado y evitar los riesgos de la adicción que nos puede llevar al suicidio físico o intelectual.

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