Los seres vivos han desarrollado un reloj biológico que rige sus ritmos de actividad y de descanso. Este reloj, que se asienta en una zona de la base del cerebro denominada hipotálamo, tiene en los seres humanos una periodicidad de unas 25 horas. Como el día terrestre dura unas 24 horas, el reloj biológico tiene que sincronizarse a diario.
El ajuste se realiza fundamentalmente mediante conexiones directas entre el hipotálamo y la retina, que informan sobre la luminosidad externa, pero también responde a otros estímulos. Este reloj hace oscilar nuestras funciones vitales, como tensión arterial, frecuencia cardiaca o temperatura corporal, a lo largo del día.
Por ejemplo, nuestra temperatura varía diariamente en torno a un grado, alcanza el máximo a media tarde y va decreciendo paulatinamente hasta llegar al mínimo hacia las 4-5 de la mañana. Si este descenso de temperatura corporal no se produce es difícil conciliar el sueño. Por ese motivo cuesta tanto dormir los días de mucho calor. La tensión arterial también baja durante el sueño y si este descenso fisiológico no se puede producir, el riesgo de sufrir hipertensión arterial es alto. Por tanto, para que el funcionamiento de nuestro organismo sea correcto, sus funciones tienen que oscilar acompasadamente siguiendo el ritmo que marca nuestro reloj interno.
Sin embargo, la sociedad en que vivimos exige que determinadas actividades no se puedan interrumpir según nuestro ritmo biológico, y obliga a cerca de una quinta parte de la población activa a trabajar a turnos. A corto plazo esto supone que el trabajador tendrá que mantener un nivel de concentración y de toma de decisiones cuando su cerebro está programado para estar dormido, lo que aumenta el riesgo de accidentes, y que intentará satisfacer sus necesidades de sueño cuando su cerebro se ha preparado para la vigilia, y por tanto, dormirá de forma irregular y quedará privado en cantidad y calidad de sueño. No obstante, las consecuencias más graves ocurren a largo plazo.
Como hemos dicho, nuestro reloj biológico es ajustable, se apercibe de que está desincronizado e intenta adaptarse al nuevo ritmo de actividad. Pero este va cambiando y apenas resincronizado se vuelve a modificar, con lo que el reloj biológico persigue inútilmente adaptarse y finalmente claudica. La armonía de las oscilaciones se pierde, cada función fluctúa por su cuenta o simplemente deja de variar, y esto conlleva un importante menoscabo de la salud física y emocional. Las tasas de divorcio, de conflictos con los hijos e incluso de alteración del comportamiento infantil son mayores entre los trabajadores a turnos y sus hijos que entre los que tienen una actividad laboral diurna. Evidentemente en esto influye la disparidad de horarios entre el trabajador y el resto de la familia, que puede dificultar la realización de actividades en conjunto, pero también las frecuentes alteraciones de carácter, con mayor irritabilidad, y de ánimo, con más frecuencia de ansiedad y depresión, que padecen los trabajadores a turnos.
En el aspecto físico las consecuencias van mucho más allá de una dificultad crónica para iniciar y mantener el sueño y de la sensación de fatiga y somnolencia que se deriva de ella. La tasa de enfermedades cardiovasculares, como infartos de miocardio o ictus, es mayor en los trabajadores a turnos, por un lado porque la trasgresión de los ritmos de sueño supone por sí misma un incremento del riesgo y además, porque aumenta la frecuencia de otros factores de riesgo vascular, como hipertensión arterial, hipercolesterolemia, diabetes, obesidad y consumo de tabaco. La prevalencia de enfermedades gastrointestinales también es mayor en estos trabajadores, probablemente por la irregularidad en los ritmos de comidas y la desincronización entre las horas de ingesta y el ritmo biológico. Y lo mismo podríamos decir de las alteraciones hormonales, especialmente las relacionadas con la esfera reproductiva-sexual, apreciándose una disminución de la fertilidad y una mayor tasa de abortos en los trabajadores a turnos.
Pero no se trata solo de enunciar un problema, sino de buscar soluciones. No parece que la sociedad moderna pueda prescindir del trabajo a turnos, por lo que habrá que buscar medidas para que este sea más tolerable y disminuir los riesgos asociados a esta forma de trabajar. El turno fijo de noches no parece un buen remedio, pues el entorno social del trabajador sigue viviendo de día, con lo que la irregularidad de ritmos de vigilia y sueño se mantiene. La dirección de la rotación de turnos sí tiene importancia. Cuando la rotación se produce en el sentido de las agujas del reloj (mañana-tarde-noche) la adaptación es mucho mejor que cuando se hace en sentido contrario. Y aunque no todos los estudios son concluyentes, sí parece que las rotaciones rápidas, con periodos de turno de noches de dos a cuatro días, se toleran mejor y suponen una menor tasa de complicaciones a corto y largo plazo que las rotaciones más largas, con cambios de turno semanales.
Puesto que el principal sincronizador de nuestro reloj interno es la luz, parece lógico pensar que el manejo adecuado de la iluminación en el puesto de trabajo, sobre todo al inicio del turno nocturno, y de la oscuridad en las horas previas al sueño matutino, con especial atención a no exponerse demasiado a la luz solar durante el traslado del puesto de trabajo al domicilio al acabar la jornada laboral nocturna, puede ser de gran ayuda para desplazar el ritmo biológico y adaptarlo a los cambios de actividad.
Finalmente un adecuado programa de seguimiento médico, que identifique precozmente a los individuos de mayor riesgo y tome las medidas adecuadas para readaptar su ciclo biológico, parece indispensable para garantizar la salud de los propios trabajadores y de todas las personas que se encuentran alrededor y que pueden verse afectadas directa o indirectamente por los errores de este importante colectivo laboral.
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