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  • drpozaneurologo

Un infierno en las piernas

Actualizado: 12 may 2021



Levantó la mirada de la pantalla del ordenador y la posó distraída en el reloj de la pared. Las seis, casi la hora de salir, pensó con alegría mientras una sonrisa iluminaba su rostro. Pero otro pensamiento oscureció su mirada. También se acercaba la hora del suplicio. No ocurría todos los días, pero cuando le pasaba era cada vez más insoportable. Empezaba poco a poco, como una tirantez, un burbujeo, una desazón, una quemazón por dentro de las piernas, que le obligaba a moverlas.


Poco a poco iba a más hasta que llegaba un momento en que no podía parar quieta. Se tenía que levantar y recorrer el pasillo de arriba abajo una y otra vez. Andar le aliviaba, pero al poco de volver a sentarse reaparecía esa desagradable sensación. Y lo peor era el momento de acostarse. Cansada, con mucho sueño y sin poder dormir por ese nerviosismo en las piernas que le obligaba a moverlas, estirarlas y con frecuencia, a dar un paseo por el pasillo o a ducharse las piernas con agua fría.


Así hasta las tres, las cuatro, las cinco… muerta de sueño y sin poder dormir ni parar quieta. Llegaba un momento en que se iba como había venido, y entonces, agotada, podía dormir, pero enseguida sonaba el despertador y vuelta a la rutina. Muchas noches no había conseguido dormir más de dos o tres horas, luego había que hacer frente a la jornada laboral y al volver al caer la noche el infierno se despertaba de nuevo. Eso era lo más desconcertante. Durante el día no sentía nada. Quizá un poco de quemazón si prolongaba un poco la sobremesa o si podía echar una cabezadita después de comer, pero nada comparable a lo que empezaba al caer la tarde y alcanzaba el máximo por la noche. Era como una maldición destinada a no dejarle dormir. Bueno, dormir ni realizar cualquier otra actividad lúdica que quisiera hacer al final del día.


Ni se acordaba desde cuando no iba al cine porque no aguantaba hasta el final de la película sin levantarse y cada vez evitaba más salir a cenar por el mismo motivo. Porque llevaba así toda la vida. Bueno, toda la vida no. De jovencita a veces le hacía gracia y otras no comprendía que su madre no pudiera acabar de cenar con todos o que no pudiera parar quieta en el sofá mientras veían la tele por la noche. ¡Cómo la entendía ahora! Luego, poco a poco, a días sueltos, a ella empezó a pasarle lo mismo. No sabría precisar exactamente cuando. Quizá con el primer embarazo, cuando esperaba a Carlos. Los últimos tres meses no podía estar sentada y le costaba mucho dormir, pero también tenía las piernas hinchadas, le dolía la espalda y no cogía postura en la cama. Después del parto se quitó. Sí que de vez en cuando notaba algo de nerviosismo en las piernas por la noche, pero era leve y moviéndolas un poco se acababa pasando.


El segundo embarazo, el de Leire, fue peor. Sobre todo al final. Entonces sí que era lo mismo. Noches enteras en blanco, con las piernas pesadas por las varices y sin poder parar. Mejoró después del parto, pero ya no se quitó. Y poco a poco fue a más. Cada vez más frecuente y más intenso. Se operó de las varices pero no consiguió nada. Incluso los primeros días, que tuvo que guardar algo de reposo, se puso peor al no poder moverse para aliviar la quemazón de las piernas. Le dieron medicaciones para dormir, pero no sirvió de nada. ¡Si en realidad ella tenía mucho sueño por las noches, pero no podía dormir porque el nerviosismo de las piernas no le dejaba conciliarlo! Entonces le prescribieron antidepresivos sedantes para controlar esos nervios, que le daban más sueño pero le ponían mucho peor de sus piernas, así que los dejó. ¿No habría nada que le pudiera aliviar? Después de tanto tiempo, ya imaginaba que no era nada grave, pero resultaba tan incapacitante.


Con un suspiro se sacudió los recuerdos y empezó a recoger sonriendo para sus adentros y sintiéndose feliz. Esta noche no vendría el monstruo porque ya lo conocía y sabía como controlarlo. “Síndrome de piernas inquietas” lo habían llamado. Eso es lo que ella había dicho siempre, que tenía las piernas inquietas, pero hasta que el nombre tuvo la entidad de síndrome es como si nadie la hubiera escuchado. Ahora sí. Tenía una etiqueta, pero además, lo mejor de todo es que tenía un tratamiento. Y le iba bien, muy bien.


Desde que empezó a tomarlo prácticamente no notaba nada. A veces un poco de tirantez que se calmaba fácilmente moviendo y estirando un poco las piernas. Nada que ver con la situación previa. Ahora podía hacer una vida normal. Esa tarde se iba al cine con su marido, luego cenarían algo por ahí y después a casa a dormir. Así contado no parecía nada extraordinario, pero para ella era estupendo. La felicidad está en las pequeñas cosas y uno solo se da cuenta cuando no las tiene. Ahora que las había recuperado sentía de nuevo la alegría de vivir.

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